
Es más común de lo que se piensa, el encontrarnos con dolientes que sienten mucho más pesar del que deberían, pues han quedado asuntos sin resolver, con quien ha partido, inesperadamente.
Hijos que no han perdonado a sus padres, o padres que nunca tuvieron el valor de reconciliarse con sus hijos, hermanos y, en general, familiares, o amigos, que dejaron cabos sueltos en una relación, luego de un conflicto que quebró los lazos y que, por no haberse restaurado nunca, una vez acontecida la muerte, se convierten en una carga más pesada.
El perdón no es solo un valor inserto en el tejido cultural judeocristiano, es, además, objeto de estudio de las ciencias de la salud, especialmente, de las neurociencias y también, objeto de reflexión para la filosofía y la psicología clínica.
De acuerdo con la ciencia, aprender a perdonar y practicar el perdón es tan benéfico para nosotros como para quienes han cometido alguna falta contra quien perdona.

El perdón no solo subsana heridas o cierra brechas, externas y visibles; principalmente subsana y cierra brechas internas; porque cuando alguien nos ha causado un daño, la principal herida que se abre, se abre en nosotros mismos.
Una ofensa o traición genera energía negativa, es decir, las emociones que se producen en nosotros, tienden a canalizarse de forma negativa, la ira se convierte en resentimiento, la alegría en euforia (deseo de venganza), el miedo se torna en ansiedad (que produce inacción) y la tristeza se expresa en forma de depresión o de frustración.
Esa energía negativa puede transformarse o transmutarse en energía positiva, convirtiendo la alegría en dicha, de sabernos confiados y aptos para hacer frente a este nuevo desafío, la ira, en motivación a continuar nuestra vida, trascender el mal momento, tomar acciones justas, encaminadas a producir un reparo, sin perder la moderación, el miedo en organización, para que cesen las vulnerabilidades que nos hicieron ser presa fácil de dicha ofensa o traición y la tristeza en reflexión para entender por qué ocurrió, en qué podemos hacernos responsables nosotros y comprender al otro, falible.
Perdonar no necesariamente implica impunidad para el ofensor, quien perdona, lo hace para transformar la energía negativa que otro ha puesto en él, en energía positiva, como medio terapéutico para superar el trauma; el perdón, debe producirse, sí o sí, pero cuando el otro se muestra arrepentido, y cuando hace actos de reparación por el daño causado, el perdón suele fluir mejor.

No solo las brechas internas se cierran, también las externas pueden subsanarse.
Así es como, las familias y los amigos, en general, los seres queridos, aprenden a reconciliarse; y a encaminar sus relaciones en un nivel superior, un nivel que ahora conoce una dimensión distinta, y que está a la altura de nuevos desafíos, porque ha sabido cómo recuperarse.
Las personas que aprender a pedir perdón, que reconocen sus culpas, que asumen su responsabilidad, son también personas mejores, una vez que han mostrado genuino arrepentimiento, conocen una dimensión de sí mismos que antes quizás no veían y la han dominado, aunque parezca que hayan sido derrotados.
Pedir perdón, por tal motivo, es un acto que demanda de tantísimo valor como el que se necesita para perdonar.
Lo importa y lo que queda como conclusión es que, el perdón, mientras se está con vida sustenta las relaciones, pero una vez que uno de los implicados se ha ido, siempre, quedará ese asunto en manos del que queda y, es un asunto impostergable.
Perdonar, es obligación para con nuestra propia salud mental y moral.