
LOS AÑOS DORADOS
Se suele decir, cuando hemos cruzado el umbral de la tercera edad, que estamos viviendo los años otoñales; el tiempo de mayor plenitud, pues nos concentramos más, en disfrutar de esos pequeños placeres que solían pasar desapercibidos cuando estuvimos más jóvenes; cuándo lo que nos impulsaba era el anhelo de construir una vida para nosotros y para la familia que hicimos.
Los abuelos, nuestros adultos mayores, ocupan un espacio en nuestra sociedad, que pocas veces es tenido en consideración, en la justa proporción que merece; aunque cada familia tiene una estima particular por sus abuelos, el rol social de un adulto mayor tiende a ser menor, más laxo, menos vinculante, e incluso, en reiteradas ocasiones, con una connotación peyorativa de obsolescencia o anacronismo.
Valorar la experiencia, el tiempo vivido, los años a cuesta, quizás no sea tan atractivo como valorar el futuro porvenir, el potencial y la exuberancia de la juventud; pero cada etapa, cada edad, tiene un encanto único y una relevancia para que la dinámica social engrane y sea capaz de transmitir valores culturales.
La vejez ha sido, irresponsablemente, subvalorada, mientras que la juventud, está bastante sobrevalorada; al punto de que, para hacer lucir más digna la vejez se la ha bautizado en algunas ocasiones como juventud prolongada; lo que deja ver cuán menospreciada es la vejez, en vez de tener un efecto contrario; la vitalidad y capacidades no siempre merman con la vejez, y en los casos en que lo hace, ello responde a condiciones de vida y a un paradigma cultural que erosiona a la persona desde dentro, más que haber reducido sus capacidades reales.
En los países desarrollados, la vejez es un tiempo de mucho provecho; los pensionados y adultos mayores retirados, aunque experimentan una vejez natural, con todas las afecciones y limitaciones que esta supone, también experimentan una mayor libertad, libertad para amar, para divertirse, para crear, para imaginar, porque, si bien es cierto que el cuerpo ya no tiene el mismo rendimiento que antes, la mente suele estar intacta y muchas veces es más productiva.
La edad, los años, no constituyen una barrera para el ser humano; el falso paradigma de que loro viejo no aprende a hablar perpetúa un estigma que hace que muchos de nuestros adultos mayores, se nieguen a aprender cosas nuevas, a experimentar nuevas vivencias, que renieguen de aventuras y de creaciones, cuando están en el mejor momento para aprovecharlas.or la efectividad de sus propósitos; un individuo que se esfuerza por tener relaciones armónicas, estables, significativas, productivas, es un individuo que trabaja en su propia calidad.
Nuestra cultura de una vejez digna necesita voceros que defiendan el derecho que tienen nuestros abuelos a ocupar el sitial que merecen en la sociedad; notables presidentes, empresarios, médicos, investigadores, intelectuales, que suman más de 90 años, académicos como el Ingeniero venezolano Armando Scanone o la septuagenaria americana María Tennyson, que se hizo millonaria después de los 60 años, dan cuenta que la edad es un añadido, que se toman mejores decisiones, que hay espacio para la revisión de los detalles y método para alcanzar, más fácilmente, el éxito, sin ingenuidades, ni audacias que puedan salirnos caro.
En este tiempo, pensemos cuánto valor real le estamos dando a nuestros adultos mayores, pensemos en cómo les inyectamos pasión para vivir, en cómo estamos estimulándolos a ser genuinos, creativos y audaces, en una edad en la que pueden exhibir sus mayores logros y enseñarnos a ser más sabios; a fin de cuentas, nuestros abuelos son los custodios de la tradición, las recetas familiares, la historia de nuestros orígenes, el abolengo (conexión con los ancestros, mediante los hilos de la consanguinidad), nos ayudan a anclarnos, a tener una identidad más sólida, a amar nuestro terruño y nuestra casa.