
¿POR QUÉ TEMEMOS A LOS MUERTOS?
No todo ha sido descifrado mediante el uso deliberado de los métodos científicos; hay umbrales cerrados a la potestad manipulatoria de la técnica; umbrales figurados por las distintas formas de arte que expresan las más intensas emociones que acumulamos como especie; dichos umbrales han sido codificados de acuerdo con los esquemas y patrones de la cultura en la que nos sumergimos, pero todos tienen aspectos comunes que nos permiten identificarlos, a primera vista.
Para la razón no es imposible trasponer esos umbrales, el conocimiento metafísico y la filosofía redundan permanentemente en ellos; sin embargo, la especulación es un reino que brinda tantas interpretaciones como intérpretes hay, lo que suele oscurecer el avance, hasta el punto de hacerlo irreconocible.
Ahora bien, el miedo es la emoción que nos permite identificar el peligro; pero como las emociones no necesariamente se fundamentan en lo racional, todas, y más el miedo que cualquier otra, suele manifestarse inclusive frente a una amenaza imaginaria.
“La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.”
H.P Lovecraft
Los umbrales de que hablamos, esos que nos permiten franquear mundos más allá de lo tangible, despiertan enormes miedos desde la antigüedad, las formas en que son imaginados, lo que está más allá de ellos, configurado por el folclor, determina el grado, mayor o menor de miedo que genera; por ejemplo, los santorales o las huestes angelicales suelen inspirar un miedo reverente, por la solemnidad con que se mira la beatitud celestial; pero los panteones, cúmulos de difuntos, indeterminados, aglutinados en una indistinta lista en la que no hay jerarquías, sino igualdad, ya no generan la misma emoción sutil.
Sobre los muertos y el mundo de los muertos pesa lo macabro, lo tétrico, lo grotesco, lo lúgubre; la muerte es dolorosa, deformante de nuestros gestos; a los fantasmas se los representa encadenados, etéreos, inconformes, perdidos, atrapados, nunca envueltos en un halo refrescante ni descansados, o plenos por haber logrado la trascendencia de su espíritu.
¿Por qué tememos a los muertos?, nos preguntamos.
La necrofobia, como también se conoce al temor (irracional) a los muertos y todo lo que se relacione con ellos, es justamente una reacción instintiva, cultivada desde hace generaciones e inoculada en nuestra cultura, que nos llena de aprensión a ver ataúdes, lápidas, ánforas y por supuesto cadáveres, calaveras y todo aquello que conforma el imaginario fantasmagórico.
El folclor suma, también, aquellos relatos sobrenaturales, sobre espíritus errantes, ánimas, que de vez en cuando aleccionan a los seres humanos, en vengativos actos paranormales.
Visto así, todo lo que luzca o parezca provenir del mundo de los muertos, no solo por desconocido, sino por prefigurado y prejuzgado, infunde temor y angustia y, sin embargo, aun cuando tememos, hay algo que nos atrae, que nos motiva a experimentar esas emociones con vigor; cuando contamos relatos macabros en las noches, leemos un cuento grotesco o cuando elegimos ver una película de horror.
El miedo a los muertos no es solo miedo a lo desconocido; es, por supuesto miedo a lo incierto; pues, aunque intuimos que en ello no debería haber más que aceptación y respeto solemne, se han tejido, en un tono tan lúgubre, tantos mitos y leyendas que preceden nuestra consciencia sobre el particular, dándonos un adelanto muy provisto de detalles simbólicos que se quedan con nosotros y amenazan la tranquilidad del saber concreto, sin ambages.
En palabras más simples: no es que temamos al mundo de los muertos, ni a los muertos, o a lo fantasmagórico; es que tememos a la idea que nos hemos hecho de ello; porque un cuerpo esquelético, cubierto con un paño y una guadaña, que en sus orígenes era la representación de un segador, dándonos a entender que la vida era el crecimiento y la muerte, tiempo de cosecha, de madurez, de completitud, pasó a representar la imagen de un verdugo, del que no podemos huir y que tiene instrucciones precisas de hacernos un daño: quitarnos la vida.
¿Dejamos de temerle a los muertos?
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Incluso cuando hemos asumido que todo lo que creemos está fundado en el prejuicio y que nuestro cerebro construye sesgos cognitivos para darle sentido a lo que conocemos y aprendemos, incluso después de ejercitar el pensamiento crítico y replantearnos el mundo en su totalidad, abriendo nuestras mentes a aquello que nos parece más moderado, que se aleja de cualquier extremismo, fanatismo y prejuicio; no hay manera de evitar ningún temor.
Frente a una experiencia espeluznante, ante la sombra de lo incierto, en un arrebato de terror, lo macabro resurge, lo tétrico vuelve a apoderarse de nosotros, no hay salida para aquello que está sembrado en el inconsciente y que aflora cuando el estímulo correcto se hace manifiesto.
En la víspera de una semana en la que, estamos seguros, revivimos estos temores, sea porque nos motiva lo lúgubre o porque nos oponemos a ello, queremos advertir que, sin importar lo que pensemos o creamos sobre fiestas antiguas, sobre el mundo de los muertos, sobre el horror y lo macabro, haya en nosotros la comprensión suficiente para entender los fenómenos paranormales o no, sean de nuestro agrado los elementos del imaginario fantasmagórico o no, todos seremos, en cualquier momento, asustados, atemorizados, porque, de alguna manera, así hemos aprendido a vivir y en cada negación hay una afirmación, y al desconocer, abrimos puertas que podemos reconocer, aunque no sea con los ojos abiertos.