
EVOLUCIÓN Y TRASCENDENCIA
El cambio es nuestra única constante; aunque, dicho de otro modo, la vida es ese proceso que está siempre sujeto a las transformaciones que se producen como resultado de su desenvolvimiento natural.
En este sentido, todas las religiones y filosofías del mundo nos enseñan a asimilar esos cambios, mediante rituales o experiencias que intentan mitigar los efectos traumáticos que ellos producen en el devenir humano; siendo el último cambio que se produce sobre la persona física: la muerte.
Con ella se presume que nuestra esencia sufre una transformación de un estado limitado por la materialidad a otro ilimitado, desapegado de las concreciones físicas, por lo que se entiende que, entonces, en ese nuevo estado, liberado de todo condicionamiento no existe la temporalidad, es: la Eternidad.
Este paso hacia la Eternidad, sin embargo, resulta muy vago para nosotros que vivimos apegados a la temporalidad del mundo; nuestro proceso evolutivo nos da señales que interpretamos, según nuestro nivel de consciencia de una u otra manera, y aun así nos cuesta definirlo, entenderlo, digerirlo; por lo que nos vemos urgidos en explicarlo de modo alegórico, para que así nuestro precario intelecto pueda darle sentido.
Ahora bien, dejar ese influjo personal, esa huella que nos permite “eternizarnos” dentro del mundo de lo perdurable en el tiempo requiere grandes esfuerzos, necesitamos más que simplemente pasar, para que nuestra memoria viva más que nosotros aquí, ya que no sabemos de qué forma vive más allá del aquí, hay que evolucionar, permanentemente.
Sin embargo no es el después lo que nos preocupa tanto como el ahora; la Eternidad es otro mundo, desconocido e incognoscible, lo que pasa después de nuestra partida física difícilmente lo podemos saber, quizás atinemos a intuirlo, pero ese plano está velado, cubierto de sombras que nos impiden distinguirlo con claridad, ni siquiera con alguna profusión mínima; de modo pues que las personas nos esforzamos más en trascender, dejando un influjo positivo en este mundo para que, al menos, perdure de nosotros: el recuerdo, los actos significativos, nuestros vínculos afectivos.
Nuestra vida es un pequeño instante, en comparación con la cantidad de vidas que transcurren al mismo tiempo, y que han transcurrido durante los millones de años de existencia que tiene nuestra especie; no todas las vidas antiguas son rememoradas, incluso aquellas que han dejado una impronta sublime, no son conocidas o reconocidas por todos en la actualidad; ¿qué nos hace pensar que cinco minutos de fama, que los muchos seguidores que acumulamos en redes sociales o que un impecable desempeño profesional nos hará memorables en el futuro, tanto o más que aquellos que han trascendido las fronteras del quehacer humano?
Es justamente ese pequeño instante la fuente de toda motivación; la consciencia de lo efímero detona un sentido imperativo de hacer más, de hacerlo mejor, de conquistar nuestro tiempo y de seguir viviendo más allá de nuestro paso por este mundo; al mismo tiempo, por supuesto, también nos entrenamos para que el más allá nos sea leve, acoplarse a la Eternidad no debe ser un asunto sencillo, durante nuestra vida recibimos incontables estímulos para asirnos a la realidad tangible, nacemos y aprendemos a relacionarlos con el mundo de lo material, desprendernos de él, aunque no contemos ya con una corporeidad que nos sujete, no debe ser una cosa sencilla.
Evolucionar, crecer, desarrollarnos como personas inteligentes, queridas, estimadas, admiradas, obrar de modo trascendente, haciendo aportes notables en el ámbito de nuestro interés, no solo es un ejercicio útil, digamos que hasta egoísta, para que nuestro nombre siga teniendo un sentido más allá de nuestra vida, también es, si se quiere, cuando se sabe y se puede, un ejercicio de desprendimiento, de humildad real.
Escribir un libro, por ejemplo, uno en el que nos mostremos auténticamente, con el que otros se identifiquen, por el que otros nos encuentren, nos estimen, valoren y hasta quieran, sencillamente es desprendernos de una parte importante de nosotros, volcar allí un fragmento de nuestra esencia, es equivalente a reproducirnos, pues con ese libro estamos engendrando una entidad que tendrá vida propia; por este motivo quizás los griegos consideraban a la poesía (y en general a muchas formas artísticas) equivalentes a tener un hijo.
Recuerda leer ¿Regresan los muertos?
Por medio de toda creación, evolucionamos, porque:
1. Aprendemos; todo ejercicio intelectual y más si es artístico requiere que aprendamos, que nos formemos, que nos convirtamos en maestros, así no solo recibimos sino que también somos capaces de dar, nos convertimos en un eslabón que une una larga, interminable, infinita cadena de transmisores de lo que es más sublime, pues no importa el tema, el idioma, el enfoque, el solo hecho de escribir poesía, por ejemplo, o una guía de negocios, nos hace receptores de un testigo que dejaremos en manos de una generación posterior a la nuestra.
2. Cambiamos; toda obra nos cambia, inesperadamente, aquello que hacemos modifica nuestros esquemas, nos permite avanzar o entender algo que no entendíamos; con cada creación somos distintos, nos hacemos diferentes, profundizamos en nosotros mismos como si esa fragmentación de nuestra esencia abriera nuevos caminos para conocernos, como si el esfuerzo por ser originales tuviera un efecto en nuestra mirada del mundo, de nuestro mundo.
3. Crecemos; y aquí no nos referimos al desarrollo personal únicamente, que abordamos en el ítem anterior y en el que le precede; cuando decimos que crecemos nos referimos a que nuestro espacio, nuestro tiempo, nuestra vida, nuestro contexto, crece, se expande; no somos solo una personalidad, nos convertimos en una personalidad con muchas dimensiones, con tantas como creaciones logremos; esa profundidad del alma, que se exterioriza y que va en constante expansión depende del impacto de nuestra obra en el mundo.
Como hemos dicho antes, no son cinco minutos de fama o un video viral; evolucionamos cuando somos realmente significativos para el mundo que habitamos, cuando nuestra creación, va más allá del atractivo circunstancial, de una moda, de las tendencias del mercado; cuando logramos adelantarnos, previendo nuevos patrones, nos convertimos en especies de profetas; cuando nos adentramos en el espíritu humano y lo diseccionamos con precisión nos hacemos filósofos, cuando miramos al mundo y le damos cause a nuestra imaginación, para crear mundos paralelos que encierran en sí mismos principios universales y que comunican de maneras sutiles aspectos vívidamente humanos, entonces nos volvemos artistas.
Dicho lo anterior, cabe preguntarnos entonces: ¿estamos listos para comenzar a evolucionar? ¿por dónde empezamos?